miércoles, 19 de enero de 2011

Grande no, grandioso.

Leo y copio de JORGEDIONI, por favor, leedlo entero, ojalá sirva para que alguien se de cuenta de la realidad.


Yo sí tengo una idea para Álex de la Iglesia

Todo cambio tecnológico provoca una revolución con ganadores y perdedores. Esto lo tenía claro Marx, que pensaba que las crisis desatadas por la evolución tecnológica terminarían trayendo la sociedad socialista y Schumpeter, que pensaba que el capitalismo salía fortalecido de esos procesos de destrucción creativa. Es casi seguro que ninguno tiene razón pero sí podemos estar de acuerdo en que el cambio provoca cambios. En la cultura, campo que nos ocupa, cualquier mejora en las tecnologías de producción, distribución o almacenamiento conduce a modificaciones en todo el proceso de la creación.

Uno de los ejemplos más claros es la imprenta de tipos móviles. Fue un gran invento, quizá el mejor hasta internet, y, como todos, cambió el mundo que lo parió. La producción y distribución de libros impresos significó la desaparición del sistema de control de la cultura basado en los monasterios y la aparición de cosas como la Reforma, la Ilustración o, para resumir, el mundo tal y como ha sido hasta el siglo XX. No sabemos si el gremio de copistas demandó a los talleres de impresores pero sí tenemos constancia de otras iniciativas para acabar con ese avance tecnológico como la persecución de impresores o libreros por parte de la Inquisición, la quema de ejemplares o el índice de libros prohibidos. No funcionaron. Cuando el índice desapareció, en los años 60, la mayoría de bibliotecas privadas o públicas tenían algún libro de la lista. La Iglesia decidió que no era posible que hubiera tantos pecadores.

Hace algunos meses, el economista sabio Manolo Portela, llegó a una conclusión parecida cuando entendió el problema de ‘las descargas’. “No puede haber millones de delincuentes; aquí hay un fallo en la oferta”, dijo. Sin embargo, el mundo no está lleno de personas sabias como Portela y se sigue poniendo el foco legislativo, judicial y policial en la demanda. La oferta, la industria cultural portavoceada por los artistas, entiende que con persecuciones o índices de cosas prohibidas se logrará no sólo revertir la actual situación, sino alcanzar un mundo ideal: los sistemas de producción, distribución o almacenamiento del pasado (es decir, controlados por un grupo reducido) con los números de hiperconsumo del presente para lograr fabulosas cantidades de dinero. Tal cosa no sucederá o, si lo hace, será contraproducente. Si la industria cultural decide aceptar el pacto del diablo de la industria tecnológica para controlar los contenidos con derechos mediante filtros en la red o los sistemas operativos quiere decir que renuncia a evolucionar, a ser independiente, y que prefiere ser una división más de la industria tecnológica.

Aquí es cuando la mayoría de la gente dice: “no sé qué debería hacer la industria para adaptarse”. Nadie ha sabido nunca qué hacer; la historia no es una línea trazada por los templarios o el club Bildelberg. Son sucesivos conjuntos de borrones a los que damos forma para no volvernos locos. La industria cultural debe analizar qué fortalezas y debilidades tiene y, sobre todo, dejarse de mentir diciendo que son como cualquier otro sector industrial, que están dejando de ingresar cantidades fabulosas y que todo puede volver a ser como antes.

No son como cualquier otro sector. A pesar de lo que piense Bardem, la cultura no es la horticultura, donde un tipo cultiva tomates, los recoge y los lleva al mercado donde los vende o cambia a un precio previsible. El producto cultural es complejo de cultivar, recoger, tasar y vender porque es intangible y replicable, características de las que carece el tomate. Tal cosa permite que las canciones se popularicen a mucha más velocidad que el tomate. Y ahí hay otro detalle: afecta a lo que la gente piensa. Los alimentos han provocado buena parte de las guerras en el mundo pero nadie ha ido a la batalla blandiendo un tomate, sino himnos de poetas, religiosos, étnicos o de otro tipo, cantos de bardos, estatuas de dioses y retratos de reyes. No echemos la culpa al arte de las guerras. Durante la mayor parte de la historia, los mejores artistas han trabajado para los poderosos porque eran los únicos que les podían garantizar vivir del trabajo. La cultura también es diferente a cualquier otro sector porque es acumulativa. En la industria, todo está patentado; no sólo el producto final, sino también el proceso y la idea. Es algo imposible en la cultura, donde sólo puede patentarse el producto final cerrado. Pongamos que el Pescadilla hubiera patentado la rumba catalana o que Edwin S. Poter, director de Asalto y robo al tren, hubiera patentado no sólo el western, sino también el primer plano. La cultura, sin llegar al plagio o al bunburismo, está llena de citas, homenajes o inspiraciones que convierten su producción en algo acumulativo.

No volverá el mundo que fue. El modelo major, que alcanza su paradigma tras la SGM, consiste en que el artista propone una obra que es convertida en producto por un oligopolio para ser consumida por el público. En ese momento, los desarrolladores de tecnología ayudaban a la industria porque sus avances limitaban la oferta. Los medios de producción y distribución eran caros y su acceso estaba limitado a las grandes inversiones. El control de la oferta implicaba poder elevar el valor añadido de los productos a través de su dosificación (ventanas de explotación) o su promoción. Nadie lo controlaba todo, había bombazos y descalabros, pero sí había cierta seguridad en el retorno de la inversión. Los desarrolladores de tecnología también crearon sistemas para replicar los sistemas clásicos de almacenamiento (fotocopias o casetes) pero la copia perdía calidad comparada con el original y necesita del contacto: hay que conocer al tipo que tiene el LP o el libro. Convertirse en artista era complejo porque requería entrar en la industria. Como contraprestación, ésta proporcionaba cierta seguridad en forma de contratos con duración e ingresos definidos. Este modelo desaparece con internet, un sistema capaz de crear redes alrededor del mundo usando sistemas de conexión y almacenamiento. No es cuestión de hacer un repaso de la incomprensión de la industria hacia los cambios (mp3) sino de asumir que el modelo anterior no puede volver porque, no sólo se han extendido los sistemas de conexión y almacenamiento, sino que los medios de producción y distribución se han abaratado. La industria cultural, por sí sola, no puede volver a ser un oligopolio que controle todo el proceso. Una opción probable es asociarse con la industria tecnológica pero, insisto, es pasar a ser una parte de algo.

Cada clic no es un euro. La tercera mentira es que la industria está dejando de ingresar cantidades fabulosas. La coalición de creadores hace la cuenta de la vieja: si 1.000 internautas comparten una película son 1.000 entradas que se dejan de vender. Es una mentira tan obvia que no merece la pena extenderse a desmentirla. Si hubiera cobrado cada polvo a 100 pavos, no sería rico, sino virgen. Miles de personas en todo el mundo están pensando cómo transformar los clics que hay en las páginas de los medios en dinero. La industria sigue pensando en productos cuando estamos en la sociedad del hiperconsumo, donde lo importante no es lo que se compra porque dejará ser importante en poco tiempo, sino la experiencia de comprarlo. No se pueden vender productos, sino experiencias. Ha sido el gran cambio en la industria de la música. Ya no se hacen conciertos para promocionar el disco, sino que se ofrecen nuevos materiales para promocionar los conciertos. El foco está en el festival o la gira. El producto se ha depreciado pero no es lo único se puede ofrecer.

Bien, debería decir la industria, así está el patio. Nuestra debilidad es que el producto es fácilmente replicable y poco tangible: se intercambia con facilidad en la red y, una vez intercambiado, ocupa poco. La conclusión lógica sería: no nos lo podemos quedar. Pongamos un ejemplo, en una esquina, Alex de la Iglesia y Balada Triste de Trompeta; en la otra, Pepe Pirata, webmaster de pelisatope.com. Ahora mismo las cosas suceden así. Alex de la Iglesia estrena la película el día X; tres meses después, sale en formatos y, a los nueve, la vemos por la tele de pago y, después, en la de no pago. A la semana de estrenarla, Pepe Pirata ya la tiene y comienzan los intercambios y, cuanta más gente lo haga, más rápido va. El problema de Alex de la Iglesia es que está dentro de un esquema de comercialización preinternet con ventanas de explotación extendidas en el tiempo y el espacio, y no aprovecha su ventaja: tener la película. La industria debería sustituir las ventanas de explotación por una gran puerta. El día X, la película sale al mercado, a TODO el mercado y en TODOS los formatos (del cine a la tele; bueno, por la tele esperamos un mes pero sólo uno). La explotación del producto final dejaría de ser extensiva en tiempo y espacio para ser intensiva y colaborativa. Por ejemplo, poniendo puestos de dvds y merchandishing a la salida de los cines. Todo a otros precios, claro, es absurdo pretender que una persona pague el 1% de sus ingresos por sentarse pasivamente a ver una película.

Y, sobre todo, Alex de la Iglesia no aprovecha su gran ventaja: ser Alex de la Iglesia. La gran ventaja de la industria cultural es que es atrayente y, aunque su producto sea replicable, su trabajo no es reproducible. Volviendo al tomate, nadie pagaría por ver a un hortelano pero sí por ver a cualquier artista porque ese momento es único. La industria debería cambiar su foco, centrado en el producto final, por la experiencia de la creación. La industria del cine desaprovecha la comercialización de la experiencia (del casting, el rodaje o el hecho social del estreno). Cuando Balada triste de trompeta comienza a gestarse, alguien puede ofrecer una aplicación para el móvil que te permita acceder a material que se rueda, a chats con Alex de la Iglesia, a camisetas, al rodaje, a estrenos en diversas ciudades en palacios de los deportes donde después haya fiestas en las que pinche Carolina Bang o Carlos Areces.

El problema es que, como decían Marx y Schumpeter, esa adaptación provoca cambios, una revolución con ganadores y perdedores y, antes que arriesgrarse y perder, siempre es más cómodo quedarse en el sofá pensando que todo es una conspiración. Alex, no, pero sí la mayoría de instituciones dedicadas a la gestíón de derechos que confunden la desaparición de su modelo, de su mundo, de ellos mismos (la mayoría están en los 60), con la desaparición de todo en general. Y la vida se abre paso. Y la cultura es vida.

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